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“Yo soy una parte de aquella parte que al principio era todo, una parte de las Tinieblas, de las cuales nació la Luz, la orgullosa Luz que ahora disputa su antiguo lugar, el espacio a su madre la Noche […]"
Portada: By Eugène Siberdt (1851-1931) - https://image.invaluable.com/housePhotos/Bernaerts/15/671015/H0233-L207088961.jpg, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=92626957
Mefistófeles, espíritu del mal, figura tragicómica que se define a sí mismo como aquel que siempre niega. Demonio propio del folclor alemán, popularizado por Goethe en su célebre Fausto, lleva por nombre una palabra de etimología incierta; en efecto, Como advierte Elizabeth M. Butler, el significado de dicho nombre resulta bastante dudoso, dado que ni siquiera es posible determinar de cuál lengua procede: hebreo, persa o griego. Así pues, sólo conjeturas pueden hacerse al respecto y por ello se sugieren diversas etimologías tales como:Enemigo de la luz (Mefotofiles), Enemigo de Fausto (Mefaustofiles), odestructor-mentiroso (Mefiz-Tofel)[1]. Sin embargo, desde la publicación delFausto de Goethe suele ser identificado como “Aquel que odia la luz”:
“Yo soy una parte de aquella parte que al principio era todo, una parte de las Tinieblas, de las cuales nació la Luz, la orgullosa Luz que ahora disputa su antiguo lugar, el espacio a su madre la Noche […] Emana de los cuerpos, embellece los cuerpos, y un simple cuerpo la detiene en su camino. Así, espero que no durará mucho tiempo, y que con los cuerpos desaparecerá[2].”
Amargo y sarcástico, es en la tradición alemana el cabecilla más temible del infierno después de Satanás; se burla de las virtudes despreciando el talento humano y amargamente ríe con la brutal alegría que le causa el aspecto del dolor. Goethe vio en su figura un símbolo metafísico, y Mefistófeles recibe de Dios la libertad de engendrar en el mundo la confusión; pero a pesar de sus esfuerzos, dicha confusión resulta en una inquietud fecunda y creadora y por ello exclama:“[Soy] Una parte de aquel poder que siempre quiere el mal y siempre obra el bien.”
La aventura que este espíritu del mal dispone para Fausto comienza en el cielo, donde, al igual que en el Libro de Job, Mefistófeles obtiene del Señor permiso para tentar a Fausto: “En tanto que viva sobre la tierra, no te sea ello vedado. El hombre yerra mientras tiene aspiraciones”. No obstante, el drama se desarrolla en forma opuesta al drama de Job, pues mientras Satán despoja a Job de todos sus bienes, Mefistófeles concede a Fausto todo tipo de beneficios, incluyendo placeres ignorados por este. En este sentido, Mefistófeles representa la perversa tendencia de la mente humana a despertar las fuerzas del inconsciente, con el único fin de encontrar en ellas poderes y satisfacciones, evitando todo esfuerzo por integrarlos armónicamente con los actos humanos.
El momento en que Mefistófeles aparece, es el punto clave que nos devela su esencia; hasta ese momento, Fausto se halla perdido en búsquedas metafísicas que nunca se concretan e indiferente al desafío de la vida se niega a experimentar tanto el bien como el mal. Es precisamente este aspecto de Fausto el que Mefistófeles se propone excitar; su propósito es iniciar a Fausto en el amplio campo de la acción. Sin embargo, la acción, en tanto fuerza vital, no es el fin al que aspiran ambos sino el medio. Efectivamente, lo que Fausto pide, y lo que Mefistófeles ofrece, no es más que el “lecho de la pereza” en que el ser humano aspira a tenderse para gozar tranquilamente de todo aquello que ha conquistado mediante el derroche de su energía vital. Así pues, Fausto pide, y Mefistófeles esta dispuesto a concederle, la libertad de abandonarse tranquilo en la pereza:
“Fausto: Si jamás me tiendo descansado sobre un lecho ocioso, perezca yo al instante; si jamás con halagos puedes engañarme hasta el punto de estar yo satisfecho de mí mismo; si logras seducirme a fuerza de goces, sea aquél para mí el último día. Te propongo la apuesta.
Mefistófeles: iAceptada!”[3]
Es en este punto donde el genio de Goethe rompe todo precedente. En la mayoría de los casos, el pacto con el diablo consiste en entregar el alma a cambio de placeres en esta vida; en contraste, Fausto ofrece su alma sólo si consigue alcanzar un momento de tal satisfacción personal que sea digno de prolongarse eternamente. Así pues, el Mefistófeles de Goethe no es el “genio del mal” de la tradición cristiana, sino sólo un tentador. Su tentación no es la riqueza, ni los placeres carnales, y ni siquiera el poder supremo; su tentación es el lecho de pereza que sucede a la acción y es allí donde se pierde el ser humano. Un hombre puede extraviarse buscando su camino por el bosque, pero es en el momento en que se sienta y renuncia a seguir avanzando, sea por creer que ha llegado a su destino o porque renuncia a seguir buscando su camino, que realmente está perdido. Lo que Mefistófeles encarna, y el elemento natural en que se mueve, no es la simple pereza o el mero ocio, sino mas bien la acedia. Evagrio Póntico, autor de la primera lista de pecados capitales que se conoce, define la acedia como:
“La debilidad del alma que irrumpe cuando no se vive según la naturaleza ni se enfrenta noblemente la tentación. En efecto, la tentación es para un alma noble lo que el alimento es para un cuerpo vigoroso.[4]”
Ahora bien, el sacerdote jesuita Horacio Bojorge, afirma que la acedia es un tipo de pecado que se opone directamente a la caridad o amor a Dios[5]; es evidente la relación de esta definición con la etimología generalmente aceptada de Mefistófeles como aquel que odia la luz. Por otra parte, la acedia es considerada un pecado capital, es decir, uno de los pecados que son fuente y origen de otros pecados, y entre los pecados que engendra la acedia se encuentran la curiosidad, entendida como insaciable afán de novedades, bulimia intelectual, cultura insustancial: reducción de la fe a gnosis; y la inquietud, que se define como desasosiego interior, falta de la paz que da la caridad; ambas, curiosidad e inquietud, hacen parte del estado de ánimo en que se encuentra Fausto en el momento que precede a la visita de Mefistófeles.
La acedia se entiende como pereza espiritual y para fines prácticos se le identifica con la simple pereza. Pero la pereza no es inacción, la ausencia de acción es el fin al que tiende la pereza, pero su característica es un movimiento continuo y disperso. La pereza se manifiesta en múltiples actividades que alejan al ser humano del cumplimiento de sus deberes; así pues, la pereza se define mejor como incapacidad para hacer lo que hay que hacer; su característica principal es la ansiedad, pero, como advierte Bojorge, es una ansiedad que se mueve constantemente entre la conmoción y la apatía, entre la agitación y el agotamiento[6]; así, Fausto cae en la desesperación después de agotar todos los caminos de la ciencia. Propio de la acedia es un rechazo por lo espiritual y un estado de ánimo tibio que no alcanza a decidirse entre lo sublime y lo mundano; de modo semejante, al preguntarle Dios si conoce a su siervo Fausto, Mefistófeles define a tal siervo con estas palabras:
“¡Singular manera tiene de serviros, a fe! No son terrenas la comida ni la bebida de ese insensato. El frenesí le impulsa a lo lejos, y sólo a medias tiene conciencia de su locura. Pide al cielo sus más hermosas estrellas y a la tierra cada uno de sus goces más sublimes; y ninguna cosa, próxima ni lejana, basta a satisfacer su corazón profundamente agitado.[7]”
Ahora bien, como se sabe, la segunda parte del drama termina con la apoteósica salvación de Fausto. La apuesta, pues en rigor no se trata de un pacto sino de una apuesta, parece cumplirse en el momento en que Fausto advierte la posibilidad de vivir en una tierra libre con un pueblo libre:
"Si logras seducirme a fuerza de goces, sea aquél para mí el último día. Te propongo la apuesta"
"Sí, a esta idea vivo entregado por completo; es el fin supremo de la sabiduría; sólo merece la libertad, lo mismo que la vida, quien se ve obligado a ganarlas todos los días […] Quisiera ver una muchedumbre así en continua actividad, hallarme en un suelo libre. Entonces podría decir al fugaz momento: “Detente, pues; ¡eres tan bello!”. La huella de mis días terrenos no puede borrarse en el transcurso de las edades. En el presentimiento de tan alta felicidad, gozo ahora del momento supremo."[8]
En este punto, Fausto desea parar el tiempo y la apuesta se consuma con una fórmula de aspecto ritual: “Detente, pues; ¡eres tan bello!”. Sin embargo, Mefistófeles sólo ha cumplido en parte, pues si bien ha dado lugar a propiciar una satisfacción profundamente estimulante, esa satisfacción es dada por la visión de la libertad y la libertad nunca es complaciente. La libertad no esta exenta de peligros y precisamente por su condición de estimulante, resulta en algo necesariamente inacabado. De este modo, Fausto podría seguir deseando eternamente la acción; de ahí que cuando Mefistófeles se propone reclamar el alma de Fausto se encuentra con que ha perdido su apuesta.
Pero hay otro elemento, que es en definitiva el que logra la salvación de Fausto: el eterno femenino. Una de las penitentes, la muchacha seducida por Fausto en otro tiempo llamada Margarita, ruega a la Madre Gloriosa: Permite que yo le instruya; la nueva luz le deslumbra todavía[9]; y la propia Virgen María se interesa por Fausto, algo que resulta cuando menos curioso para la mentalidad de algunos protestantes. Por ultimo, el drama finaliza con el reconocimiento de la poderosa fuerza ascendente que insufla el eterno femenino:
“Todo lo perecedero no es más que figura. Aquí lo Inaccesible se convierte en hecho; aquí se realiza lo Inefable. Lo Eterno-femenino nos atrae a lo alto.[10]”
Entre las múltiples interpretaciones del final del Fausto, tal vez la más aceptada sea aquella que afirma que para Goethe, la encarnación de la Idea, es decir, de los arquetipos invariables y perfectos en el sentido platónico, posee siempre femenina esencia. Cabe aclarar que la salvación de Fausto, no es de ningún modo una salvación en sentido cristiano; Fausto es un hombre puramente terrenal que después de mil batallas, luego de todas sus dudas, cansado de exigir respuestas y explicaciones, puede mirar hacia los mudos cielos con el rostro sereno y satisfecho, aunque, como hemos visto, esto no sucede sin la ayuda del eterno femenino.
Pero no permitamos que este final nos haga olvidar al viejo Mefistófeles, pues su esencia no puede encerrarse entre las páginas de un libro, y el espíritu de Mefistófeles proyecta la sombra de su acedia sobre nuestro mundo contemporáneo. La acedia se interpone entre nosotros y nuestra felicidad.
Nuestra sociedad actual, de espaldas al mundo espiritual, ha desarrollado sorprendentes adelantos técnicos que mantienen al mundo cada vez mas inter-comunicado, y, sin embargo, cada vez son más superficiales nuestras relaciones con los otros. Aumentan los avances científicos y al igual que el conocimiento, aumentan la ansiedad, la angustia, la depresión, y con ella, los suicidios. La ciencia ha perfeccionado y puesto en nuestras manos todo tipo de medios de entretenimiento, y con ellos olvidamos celebrar la vida y el amor; y terminamos, en continua evasión, huyendo del aburrimiento en un constante intento de escapar al tedio.
Al igual que a Fausto, Mefistófeles trata de colmarnos, de provocarnos saciedad, a fin de conducirnos al punto en que renunciemos a nuestra voluntad de conquista, es decir, que renunciemos a conquistar nuestra propia felicidad interior, mientras nuestra fuerza vital se halla dispersa en inútiles vagabundeos al exterior de nosotros mismos. La acedia mefistofélica nos impulsa a una ansiosa preocupación por cosas externas y un afán por encontrar sucedáneos de felicidad en lo mundano e inmediato. Así pues, la sarcástica burla de Mefistófeles seguirá acompañando nuestras vidas hasta el momento en que decidamos hacer un alto en el camino y regresemos a nosotros mismos a buscar en nuestro propio interior, esa felicidad que con tan inútil empeño buscamos fuera y que sólo podremos hallar dentro de nosotros mismos.
NOTAS
[1] Véase Butler, E. M. El mito del mago. Cambridge University Press, Cambridge, 1997, p. 182.
[2] Todas las citas del Fausto están tomadas de Goethe Wolfgang J. Fausto. Edición electrónica disponible en: http://www.bibliotecagratis.com/pdf/fausto_goethe.pdf
[3] Ibíd.
[4] Póntico Evagrio. Sobre los ocho vicios malvados. Documento disponible en línea en pág. Web: http://www.franciscanos.net/patristica/textos/evagrio%20pontico.htm
[5] Véase, Bojorge Horacio. La Acedia, Mal de Todos los Tiempos. Documento disponible en línea en pág. Web: http://www.pastoraluniversidad.org.ar/Espiritualidad/espiritualidad%20%20la%20Acedia.pdf
[6] Ibíd.
[7] Ibíd. Nota uno.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd.
[10] Ibíd.
Referencias bibliográficas
Bojorge Horacio. La Acedia, Mal de Todos los Tiempos. Documento disponible en línea en pág. Web: http://www.pastoraluniversidad.org.ar/Espiritualidad/espiritualidad%20%20la%20Acedia.pdf
Butler, Elizabeth M. El mito del mago. Cambridge University Press, Cambridge, 1997, p. 182.
Goethe Wolfgang J. Fausto. Edición electrónica disponible en: http://www.bibliotecagratis.com/pdf/fausto_goethe.pdf
Póntico Evagrio. Sobre los ocho vicios malvados. Documento disponible en línea en pág. Web: http://www.franciscanos.net/patristica/textos/evagrio%20pontico.htm